domingo, 6 de diciembre de 2009

bordes, artículo para Babia

Bordes
Revista Babia 18.4.08

Desde la confluencia entre el río Vinculación y el Hurón, en el Delta, se ve el contorno de la ciudad de Buenos Aires despuntado hacia el cielo. Delante tuyo hay primero río de agua marrón, a los costados están las orillas densas de follaje enmarañado, después el río se ensancha en márgenes que no llegás a distinguir con nitidez, y de repente aparecen las siluetas de los edificios, recortados contra el cielo. Siempre me gustó demorarme en esa vista. No me preguntaba por qué me gustaba, nomás miraba y mi cuerpo se inflaba con un aire que me transmitía aliento. Todas las veces en que me detuve allí, sentí una sensación de ánimo. Hace poco comprendí que la visión me decía que es en los límites difusos, adonde se encuentran los desafíos. Es la imagen opuesta a la del muro de un country: Pared de ladrillos y, en el vértice, alambre de púa y vidrios rotos incrustados en el cemento. Allí termina una cosa y comienza otra, sin lugar a medias tintas.
La semana pasada me escribió Sofía, mi sobrina norteamericana, hija de un pastor presbiteriano dogmático y una argentina profesora de inglés devenida ayudante de dentista. Sofía está a dos meses de terminar el secundario e irse a vivir a la universidad y muy nerviosa de abandonar su vida en Mifflingurg, el pueblito rural perdido en el medio de Pennsylvania, adonde vivió su vida entera. Me escribió que sus amigos últimamente no hablaban de otra cosa que no fuese del musical de fin de curso, y ella se aburría mucho con ellos. Eso la ponía muy mal, se sentía egoísta y alejada de sus amigos. Me contó que su madre le había dicho que tal vez ella era muy grande para Mifflinburg. Me fascinó la frase de la madre a la hija, y lo que más me gustó de ella, fue el “tal vez”. Le mostró a su hija el contorno del lugar que hasta ese momento había sido “su” mundo, le recordó que estaba por trasponer el límite y salir al mundo, y le explicó que probablemente se sentía apretada allí porque lo único que había para ella sería convertirse en una matrona de manos paspadas y cuidar los hijos de un marido que por la tarde toma cerveza negra y los fines de semana sale a cazar a la Charlton Heston.
Pero tal vez.
Se sentía apretada allí ahora que estaba cerca de la frontera, y no antes, porque ahora ella tenía, del otro lado, un mundo repleto de oportunidades, un desafío que no le quedaría grande.
Pero tal vez.
Porque un desafío es una oportunidad, una que dependerá de ella misma. No le dio garantía de certeza. De que las cosas son como su madre las ve. Si las cosas están definidas con exactitud, no contienen la oportunidad; “sos muy grande para Mifflinburg”. Con ese “tal vez”, le dijo que el mundo sería el que ella viera por sí misma. Le abrió la puerta del nido pero le dio alas fuertes antes de soltarla.
Son esos momentos de umbral, de estar parado sobre el borde borroso de algo, cuando estamos más atentos a quienes somos y qué buscamos. Allí instalé mi respuesta a Sofía. En que se permitiera todos los pensamientos que aparecieran por su cabeza, porque ellos le hablarían de ella. Y lo que ella piensa es suyo propio, así para qué cercarlo. Cuando hablaba con ella de eso, sentía que se borroneaba un muro contundente y se filtraba lo íntimo, lo indefinido, lo posible. Me volvió la imagen del contorno de la ciudad, majestuosa, y su orilla difusa.

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