viernes, 4 de diciembre de 2009

el hombre de la ventana

“El hombre de la ventana”


Por: Inés Arteta








Recién en la primavera Mara comenzó a prestar atención al hombre de la ventana. Tal vez estaba allí desde antes, pero no lo había notado. El pulmón de manzana se veía oscuro cuando ella volvía de la oficina. Cerraba las cortinas apenas llegaba porque la oscuridad de afuera endurecía el silencio y la ajenidad del departamento adonde ahora vivía. Pero a fines de septiembre la ventana comenzó a tomar un color gris blancuzco; la abría cuando llegaba y dejaba que se colara el ruido de la calle, amortiguado por las paredes de los edificios. También se filtraban voces que provenían de otras ventanas, y, de vez en cuando, el canto de algún pájaro. El seis de octubre Mara vio al hombre por primera vez. Desde una de las ventanas de la torre opuesta, a la misma altura que ella, miraba hacia la suya. El hombre y Mara se observaron durante algunos minutos, después él se dio vuelta y se sentó frente a una computadora, de espaldas a la ventana. Mara llegaba a ver, en el mismo ambiente, un televisor contra la pared de la izquierda, que estaba apagado, y delante del televisor una mesita de caña y vidrio y un sofá de madera con almohadones chatos y rígidos, probablemente de goma espuma. Parecía la casa de un hombre que vivía solo, como ella.
El siete de octubre Mara se cocinaba una omelet de arvejas y, mientras batía los huevos, sintió los ojos del hombre. Se acercó a la ventana y lo vio permanecer un minuto entero con los brazos cruzados mirando hacia fuera. Después se sentó delante de su computadora, de espaldas al pulmón de manzana.
Llovió durante dos tardes seguidas, el vidrio se veía gris y veteado de estrías, el pulmón de manzana fue una cortina negra parecida a la que hubo durante el invierno y los sonidos se oían lejanos y sofocados. La última tarde lluviosa Mara se esforzó por mirar hacia fuera. Pudo ver encendida la luz de la ventana del hombre y su silueta difusa, recortada en el rectángulo amarillo y opaco.
Había muchas cosas en la cabeza de Mara cuando ella regresaba a su departamento. Las ganas de ver a sus hijas se le hacían insoportables. Debía esperar al fin de semana, disponer de dinero para viajar a La Deseada, buscarlas por la casa del padre, y llevarlas a almorzar al Mc Donald´s al costado de la autopista. Así que Mara tenía bastante en su cabeza como para andar mirando ventanas del otro lado del pulmón de manzana. Aparte le gustaba leer. Si no llegaba demasiado cansada, se recostaba sobre el sofá y releía sus apuntes de la facultad. Era una manera de sentir que seguía siendo socióloga, aunque trabajara de recepcionista. A veces se detenía en frases subrayadas y se preguntaba por qué las habría elegido en aquel momento, ya que ahora no encontraba la razón. Después se demoraba en párrafos que no estaban subrayados pero que le parecían mucho más valiosos. Parecía que se dirigieran a ella. Los párrafos le decían que la sociedad moderna excluía montones de seres humanos, entonces ella no era una única escogida por el destino, sino que su suerte formaba parte de la fatalidad del conjunto, del “mal de muchos”. El nueve de octubre masticó una frase que le dio la sensación de que había estado en su cabeza antes de topársela en el libro. La idea le advertía que, para las imaginaciones fervorosas, la realidad parecía no tener valor en comparación con los sueños, y entonces esas personas abandonaban la realidad. La frase le provocó la necesidad de ponerse de pie, abrir la cortina y colgar la mirada en el pedazo de cielo que, si estiraba el cuello hacia delante e inclinaba la cabeza hacia atrás, veía por encima de la azotea del edificio de enfrente.
Pero con la primavera la luz de la ventana se fue aclarando y permaneciendo grisácea cada día un rato más tarde. La brisa comenzó a agitar la cortina y los sonidos de afuera se colaron y atravesaron el silencio compacto del departamento. Mara notó que empezaba a dejar su tapado colgado en el ropero, salía a la calle con apenas un saco, y por las noches los ruidos del exterior se escuchaban tan nítidos que debía cerrar la ventana para poder dormir. El pulmón de manzana dejó de ser un tubo negro salpicado de rectángulos amarillos y comenzó a tomar vida con personas reales, conscientes de los otros, y tan cerca, que Mara sentía que la acompañaban. Tal vez el cambio tuviera que ver, además de con la luz, con el tiempo. El tiempo hizo con Mara lo que siempre hace con la gente recién mudada: fue amansando la extrañeza del principio; acostumbrándola al nuevo olor apenas traspasaba la puerta de entrada, redondeando los rincones, permitiéndole reconocer la pared que veía apenas abría los ojos por la mañana.
El diez de octubre Mara vio llegar al hombre a su departamento con un montón de cajas de cartón que colocó en el suelo. De las cajas el hombre sacaba libros y los colocaba sobre estantes. Mientras tanto Mara leía a Durkheim. En un momento en que se levantó para ir al baño, se le ocurrió que, si el hombre de la ventana estaba siempre frente a la computadora cuando ella volvía de trabajar y además tenía tantos libros; seguro era un intelectual, —periodista, escritor, filósofo, profesor—, y conocería los textos de Durkheim en profundidad. Seguro le explicaría a Mara que la gente que sueña y espera imagina una sensación que proyecta hacia el futuro, un tiempo inexistente, igual que el pasado. A las dos de la mañana el edificio de enfrente estaba en absoluta oscuridad. Mara se desvistió y cuando caminó hacia el baño sintió una brisa que entraba por la ventana y acariciaba su cuerpo.
La noche siguiente vio al hombre parado de la misma manera que Mara, las manos sobre el marco de la ventana, mirando hacia afuera. El torso desnudo. Podía ver que sus manos tenían nudillos grandes y eran venosas. La luz de su departamento lo alumbraba desde atrás y trazaba un borde negro alrededor del contorno de su cuerpo. A Mara le sorprendió su cercanía y la claridad con que podía verlo. La luz le iluminaba el pelo castaño y parecía rubio. La cabeza se veía redonda y ahora que veía bien, se debía a que la frente había empujado el pelo hacia la mitad de la cabeza y eso le daba a su cara una expresión melancólica y al mismo tiempo mansa. Los hombros nacían en el cuello y se juntaban directamente con los brazos. El pecho estaba cubierto de pelo cano y se veía seco y crispado. De golpe el hombre se dio vuelta y entró al departamento. Mara lo vio sentarse en el sofá y hablar por teléfono, de perfil a la ventana. Ella se quitó la ropa y fue a la cocina a prepararse una ensalada de lechuga con huevo duro y zanahoria. ¿Miraría él hacia su ventana? Mara abrió una botella de vino que le habían regalado en la oficina. Encendió la radio y puso el canal de música clásica. Mientras cenaba reparó que hacía algunos días que construía conversaciones en su cabeza con el hombre de la ventana y que en las conversaciones, él la comprendía y acotaba frases que la ayudaban a creer en sí misma. El hombre ahora escribía en su computadora y Mara tuvo la idea de escribir las cosas que pensaba y probar si leyéndolas podía entenderlas mejor. En los días subsiguientes persistió escribiendo y advirtió tres cosas: que el texto se parecía a un diario, que en él se dirigía a sus hijas como si sus hijas ya fuesen adultas y que les contaba las cosas que había en su cabeza al mismo tiempo que las justificaba. ¿Esos pensamientos eran propios? No los reconocía. Tal vez fuesen de su madre o de algún profesor o conclusiones de alguno de los autores que leía. Se dio cuenta de que eso mismo ocurría en su cabeza. Siempre había oído voces que le explicaban cada cosa que sucedía y ahora la voz pertenecía al hombre de la ventana. Sintió un gusto amargo en la boca. De golpe lloró. Lloraba con la sensación de que el hombre de la ventana sabría comprender lo que sentía. Se puso de pie, se vistió y apagó la luz.
Al regresar del trabajo al día siguiente, Mara subió las escaleras de la torre de enfrente hasta el primer piso. Observó que de ese lado, las letras de los departamentos iban de la “A” a la “E” y que el departamento del hombre debía ser la “C”, porque la suya era la ventana del medio. Se fijó en la liquidación de expensas y vio que el departamento “C”, octavo piso, torre 2, estaba a nombre de Maximiliano Fink.
Esa noche Mara se desvistió en el baño. De golpe miró sus pechos y le pareció que se veían como los biberones que habían amamantado a sus hijas. Trepó al borde de la bañadera para mirarse en el espejo y allí los vio bellos y eróticos. Cocinó y leyó el último capítulo del libro de Durkheim sin vestirse.
El día siguiente era sábado y sus hijas estaban en Mar del Plata con el padre, así que no viajaría a La Deseada para buscarlas para el almuerzo. Bajó a las once de la mañana decidida a ir al supermercado. El hombre de la ventana estaba en la entrada del edificio. Se quejaba con el encargado de que el diariero no le había dejado el suplemento literario del diario Clarín. Mara abrió la puerta de calle y el hombre la detuvo tomándola de un brazo.
— Esperá —dijo— ¿Tomamos un café?
Mara frunció el entrecejo y corrió la cabeza hacia atrás.
— Maximiliano Fink —dijo el hombre, y estiró la mano derecha— Nos conocemos del pulmón de manzana. —Sonrió y se pareció a un niño— Vení. Subamos a casa a tomar un café. Descongelo unas medialunas. Dale, así nos conocemos.
El departamento se veía idéntico a como se veía por la ventana; la computadora, la tele, la mesita. Las pilas de libros de las cajas ahora forraban las paredes, sobre estantes. Mara confirmó que los almohadones sobre el sofá de madera, eran de goma espuma. Maximiliano Fink hablaba rápido y su tono de voz era agudo. Le preguntó a Mara algunas cosas sobre ella y le contó muchas acerca de sí mismo. Relataba, mientras encendía la cafetera eléctrica y ponía las medialunas en el microondas, hurgando el significado de cada detalle que le contaba, como si cada uno fuese un dato crucial para comprenderlo.
El café era estupendo pero el microondas estropeó las medialunas, que estaban pastosas. Sobre los almohadones de goma espuma, fue un amante con prisa y pendiente de sí mismo. Mara miraba hacia su ventana y la veía completamente blanca, porque a esa hora los rayos de sol se inclinaban hacia ese lado. Hubo un instante en el que se imaginó en su departamento, parada frente a la ventana y viéndose dentro del departamento del hombre de la ventana, que tan bien conocía desde aquel lado, acostada boca arriba sobre el sofá de madera, los almohadones de goma espuma resbalando hacia el suelo, el hombre de la ventana de espaldas, desnudo, extendido encima de ella con las piernas estiradas entre las suyas, su pollera enredada en sus tobillos.
— Estoy apurado ahora —dijo Maximiliano Fink un rato después— Voy a la biblioteca a investigar un asunto en el que estoy trabajando. ¿Querés ir al cine a la noche? Dan una película iraní en el cine Cosmos.
Mara le contestó que tenía planes para la noche. Cenaba en lo de una de sus compañeras de trabajo. No era cierto, ni siquiera las había llamado. Pero por primera vez desde que se había mudado al departamento nuevo, sentía ganas de estar sola. Mientras levantaba los zapatos del suelo, repasaba las conversaciones que había estado construyendo en su cabeza con el hombre de la ventana. Se puso la pollera. Se acomodó la remera, que estaba enrollada a la altura de las axilas. Volvió a su casa y se hizo un sándwich mientras pensaba que el pasado y el futuro podían ser tiempos inexistentes pero que los recuerdos y los sueños pueden ayudar a una a comprender quién es. Al fin y al cabo de eso se trataba vivir, ¿no?, de comprender un poco, día a día, acerca de una. Trazar versiones de lo que va ocurriendo y concluir algo. Cualquier cosa. Conseguir que esas conclusiones sean propias.
Almorzó el sándwich sentada en un banco de la plaza frente a su edificio. El sol era muy blanco. Soplaba una brisa tenue que hacía sisear las hojas. Miraba la gente pasar y se sentía acompañada. Continuaba las conversaciones en su cabeza y tenía ganas de sonreír.

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