viernes, 11 de diciembre de 2009

La mujer del colectivo. 1er premio de cuento Daimon Arte 07, jurado compuesto x Leopoldo Brizuela y Ariel Bermani

Atendió un telefonito que llevaba en el cinturón cuando el colectivo cruzaba la avenida Coronel Díaz. Dijo que, sí, que hablaba ella, Mara Pereira, y preguntó quién la llamaba. Después la cara se le puso roja y la agachó. Bajó la voz y en un susurro dijo que Paula le había avisado que ella la llamaría. Agregó que de todos modos le sorprendía el llamado, que sí podía hablar, que por supuesto le encantaría que le diera su número de teléfono a algún candidato, tenía muchas ganas de salir.
La mujer había subido al 67 en Godoy Cruz. El colectivo venía lleno, eran las nueve de la mañana e iba en dirección al centro. Cargaba una cartera y una bolsa roja con el logo de la lencería Caro Cuore. De la bolsa asomaba un par de tacos altos de charol. La mujer metió las monedas en la máquina. Tomó el boleto y se exprimió entre la gente apretada en el pasillo. Encontró un hueco, puso la bolsa roja entre los pies y estiró un brazo para colgarse de un pasamano. Mientras hablaba miraba por la ventana y sonreía labios bordó oscuro sobre mejillas espesas y blandas. Se había atado el pelo en una colita de caballo muy tirante y brillaba sucio o con gel. No estaba maquillada salvo el rouge bordó oscuro. La pollera se esforzaba por ajustarle las nalgas en forma redonda y rotunda y lograba lo que no lograba la camisa con los pechos: un agujero se abría entre los botones del escote y se podía ver un corpiño de encaje. Calzaba zapatillas sobre medi-bachas negras. Una de las medias estaba corrida tres centímetros, la corrida atajada con una mota de esmalte bordó.
—Ya me explicó Paula. Necesitás saber algunas cosas acerca de mí para decirles a los candidatos que sos mi amigota, porque no queda bien presentar a una desconocida.
Sonrió y miró a los pasajeros alrededor suyo. Todos parecían ensimismados en sus propios asuntos. En el asiento donde la mujer se apoyaba, una chica leía el Dieciocho Brumario y lo resaltaba con un marcador verde.
—Ningún problema. Sí. Hace un año y ocho meses. Dos varones y una mujer. Con el Papá, él tiene la tenencia. Lo que pasa es que el departamento que alquilo es de treinta y ocho metros cuadrados. Mi ex se declaró en quiebra después de que nos separamos. Puede alojar a los chicos en la casa de su nueva mujer. La casa es propiedad de ella, ya se lo demostró al juez. Es en un country y los chicos están muy contentos ahí, andan en bicicleta y tienen amigos. Todos los chicos de ese country van al mismo colegio, queda cerquita. Tal vez el mayor pueda venirse a vivir conmigo el año que viene. Empieza la facultad y el centro es más cómodo para esa etapa, viste. Además piensa buscar trabajo y cursar en el turno noche, el chico es un divino.
El colectivo frenó y chirrió. La mujer trastabilló y se apoyó sobre los hombros de un hombre vestido en overol gris. Le pidió disculpas, el hombre cabeceó y levantó los hombros. Después se movió un metro más hacia adentro del colectivo. La gente se quejó de que el hombre los empujara con su caja de herramientas, pero él nomás inclinó la cabeza.
—Ella, la nueva, es muy buena con los chicos. La quieren. Fue muy cálida con la nena cuando le vino.
Chequeó las caras de los pasajeros alrededor suyo. Sólo la miraba la señora sentada en el asiento detrás de la chica del Dieciocho Brumario.
—Soy morocha. Uno sesenta y cinco. Marrones, pero en los días nublados son medio verdosos. Y…, ahora no me estoy alimentando muy sano que digamos. Me paso el día comiendo galletitas en la oficina, a la noche llego muerta y me hago un sándwich, así que como puro pan. No engordé mucho, tendré sólo cuatro kilitos de más. Soy recepcionista. Me gusta mucho la música, no hay nada que me relaje como la música. Estoy en el coro de Las Victorias. Soy contralto. Cantamos en eventos. Para los casamientos, nos pagan, para los responsos, no. Entiendo lo que decís. Sí, claro, la esperanza es lo último que se pierde. De todos modos ellos están bien. Imaginate que no quiero que pasen de nuevo por un juicio, —ahora tendría que ser uno penal, para que se compruebe que su papá trabaja, pero en negro—, y no tengo plata para abogados. En los juicios los únicos que ganan son los abogados. Y si ganara el juicio, los chicos tendrían que volverse a mudar, cambiarse de colegio, perder el verde, las bicicletas, los amigos.
El colectivo se había vaciado un poco. Cruzaba la Nueve de Julio. Un vendedor ambulante recorría el pasillo, repartía batidorcitos a pila para café y decía que costaban dos pesos. Después se paró al lado del chofer con las piernas abiertas e hizo una demostración: “Señoras y señores. Esta batidora les permitirá obtener una gran cantidad de espuma cremosa en sus cafés. Es ideal para preparar capuchinos. Su funcionamiento es muy simple y sólo necesita dos pilas triple A como fuente energética”. Apretó un botón del batidorcito e hizo “brrr”. Entonces volvió a hacer el recorrido, recogiendo los batidorcitos. Cuando llegó al fondo, nadie le había comprado ninguno. Comenzó a hacer ruido con las monedas que tenía en el bolsillo y a decir “gracias, gracias, ¿quién más lleva uno? Dos pesos, dos pesitos nada más y Usted disfruta de capuchinos en casa”. Después caminaba hacia delante recogiendo los batidorcitos y guardándolos en una bolsa de nailon.
— Estudié sociología. En la UBA. Imaginate que si quiero irme una semana a Miramar con los chicos, en febrero, como socióloga no llego ni a Chascomús. Y ellos están acostumbrados a cosas lindas. Además mis jefes son muy buena gente, me apoyan mucho. Ellos pagan mi departamento.
La mujer se sentó. Puso la cartera y la bolsa roja sobre la falda. Con la mano libre las apretaba contra su estómago.
—Ni idea lo que quiero de la vida. Antes sabía, estaba convencida de lo que quería, viste que de joven una se ilusiona y es romántica. Ahora sé que es mejor no saber lo que una quiere e ir adaptándose a lo que va sucediendo. Yo soy creyente, sabés, y cuando sos creyente confiás en una fuerza superior que sabe por qué pasan las cosas. A mi marido le hablaba del futuro. Cuando los chicos eran chicos hablábamos de cuando fueran al colegio. Entraron al colegio y hablábamos de la universidad, de cuando se casaran, de nuestros nietos. Entonces el futuro, para mí, era algo así como cuando te imaginás la vida de Valeria Mazza, ¿viste? Pero ahora maduré.
El colectivo se detuvo frente a la estación Retiro. Subió una señora mayor con un hijo también mayor, con Síndrome de Down. Se sabía el parentesco entre los dos porque el muchacho no dejaba de decir “mamá”, mientras tiraba de uno de los brazos de la señora. Se sentaron delante de la mujer. La madre le hacía señas al muchacho para que se sentara erguido. Él dio vuelta la cabeza. Miró a la mujer y sonrió.
— El cine me gusta mucho, el teatro también. ¿Una foto? Te la mando por mail. Decime tu dirección. Perfecto, es fácil. Sí, me la voy a acordar.
De golpe, el muchacho tomó la bolsa roja de la mujer de un manotazo, y extrajo los tacos. La madre lo retó y el muchacho devolvió la bolsa y los tacos.
—Ya tengo un abogado. Es mi primo segundo. No quiero más abogados, nomás el candidato.
La mujer rió con timidez, con carcajadas con “i” y se tapó la boca con una mano. El muchacho de Síndrome de Down comenzó a reír también, contagiado por la risa de la mujer. Abría la boca y tragaba bocanadas de aire. La madre le dijo que se callara y se quedara quieto. El muchacho miró el techo del colectivo con la boca abierta, abrió los brazos, los estiró y siguió riendo. De repente se puso de pie, tomó la cara de la mujer con las dos manos, la miró y le dijo:
— ¡Hoy es martes!
Después miró hacia el techo del colectivo con las manos entrelazadas debajo del mentón, en un gesto de rezo. Se arrodilló en el medio del pasillo, todavía mirando el techo. Lloraba como envuelto en un éxtasis de felicidad y repetía: “Hoy es martes, hoy es martes”. La mujer cortó el teléfono. Se habían mojado sus ojos, que secó con la manga de la camisa. Estrujó su bolsa y su cartera debajo del brazo y se puso de pie. Bajó en Avenida Corrientes. El colectivo se detuvo en el semáforo. La vimos tomarse del poste de un cartel y sacar los tacos de la bolsa roja. Cambió las zapatillas por los tacos, las guardó en la bolsa y caminó con pasos rápidos por Alem, en dirección hacia la Avenida de Mayo.

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