miércoles, 9 de diciembre de 2009

la mujer del taxi. cuento q forma parte de la novela "Las Pereira"

La mujer del taxi cubrió sus ojos con un pañuelo, apoyó los codos sobre la mesa. Desayunaba sola en la confitería de acá del hotel. Pidió una tercera medialuna y la otra mesera, que no es nueva, le dijo que no estaba incluida. En ese momento un muchacho entró rengueando a la confitería, nos saludó y la otra mesera le dijo, qué hacés vos por acá un sábado. Usaba bastones de aluminio de esos con brazalete en el antebrazo. Por lo rígida, una de sus piernas debía de ser de madera; terminaba en un botín con cordones. De la cintura para arriba parecía un hombre corpulento, y de la cintura para abajo un alfeñique. Miró a la mujer entrecerrando los ojos, como si le pareciera que la conocía de alguna parte, y le preguntó si podía sentarse en su mesa. Ella se sorprendió, porque el resto de las mesas estaban vacías. Levantó los hombros como forma de respuesta. El muchacho estiró una mano, le dijo que se llamaba Mario Vásquez y ella asintió. Él se sentó y siguió; dijo que era vendedor de seguros. Después le habló de una promoción, un “combo” de seguro de vida, de vivienda y de automóvil. La mujer le contestó que no tenía auto. El muchacho frunció el ceño y la cara se hizo un sinfín de pliegues. Después la miró fijo un rato largo, con ojos tan claros como el cielo de ese día de invierno, casi transparentes.
Garuaba. Las ventanas de la confitería eran cortinas grises, opacas. El aire se sentía pegajoso y el cabello de todo el mundo estaba electrizado. El de la mujer era crespo y una vincha de carey lo empujaba hacia atrás. Los ojos negros e inmensos y los labios gruesos y en forma de triángulo, le daban una expresión como de perplejidad o tal vez de rendición.
—Usted es de Buenos Aires—, dijo el muchacho.
Probablemente la mesera cobraba una comisión por cada cliente que el muchacho pescaba en la confitería del hotel, para la compañía de seguros para la que trabajaba. Yo era nueva y todavía no lo sabía. Lo que sabíamos todos era que la noche anterior habían llegado al hotel una mujer joven con un taxista, un viejito amable y propinero. La pareja había venido de la capital y había llamado la atención por lo dispareja. Él parecía demasiado viejo para ella y ella demasiado fina para él. Más tarde alguien corrió el rumor de que el viejito acababa de ganar el quini 6, que había jugado al 21, que es “la mujer”, y había ganado 3. 500 $.
Ella contestó que sí, que era de Buenos Aires, y que era casada. Estiró los dedos y comenzó a sacarse y ponerse la alianza. Miró hacia la puerta. No había nadie más dentro de la confitería y la lluvia rebotaba contra el vidrio, como una melodía monótona. Agachó la cabeza, cruzó los brazos y comenzó a balancearse. El muchacho le sirvió más café de la pavita. Esperó unos minutos, pero ella no decía nada. Entonces él fue por el seguro de vivienda. Ese seguro es tan barato que todo el mundo lo compra, dijo. La mujer dijo que ella y el marido habían vendido su casa y puesto el dinero en un banco, para diversificar. Después de la pesificación no pudieron volver a comprarse otra casa porque las propiedades mantuvieron sus precios en dólares y ellos ahora tenían pesos y los pesos valían tres veces menos que el día antes de la pesificación. Entonces, dijo, ahora alquilaban y no tenía sentido asegurar una casa que no era propia, ¿o sí?
El viejito taxista entró a la confitería. Traía el cabello blanco empapado y el jogging de frisa color verde le colgaba, chorreando. Ensopó el suelo cuando caminó hacia la mujer y la saludó besándole la mano. Sonrió. Miró hacia los costados y, como si le hablara a una audiencia detrás de ella y del muchacho, dijo que el día había amanecido con el sol más hermoso que había visto en toda su vida. La mujer sonrió. El taxista fue a darse una ducha (según dijo) y el muchacho arremetió con el seguro de vida. Desplegó la hoja con las columnas de precios. La mujer miró la hoja y se tomó un rato para leer las columnas. Después miró al muchacho a los ojos y le dijo:
— Quizás no le convenga, señor. Quizás yo muera pronto.
Al muchacho se le escabulleron dos segundos que parecieron eternos. Después hizo una sacudida con la cabeza, como si algo hubiese caído al piso y lo hubiese asustado. Cruzó los brazos. Se mordió el costado del labio. Dijo que él era vendedor free lance, no pertenecía a la empresa, que de todos modos contrataba seguros a sus seguros y nadie de esa gente acostumbraba perder dinero porque la gente de seguros trabajaba sobre estadísticas y las estadísticas eran números y los números era lo único en este mundo que no se equivocaba.
—El seguro es seguro —insistió— La matemática es la reina de las ciencias, señora. Se trata de relaciones exactas. Objetivas. Todo lo demás de este mundo son versiones personales, es decir interpretaciones, que uno arriesga a modo de sentirse un poco seguro de algo.
La mujer inclinó la cabeza. El muchacho sonreía y le buscaba los ojos como si quisiera apresarlos, fijarle la mirada a su mirada. Y siguió:
— Usted misma lo ha dicho. Usted misma ha usado la palabra “quizás”. Porque usted debe ser más sabia de lo que cree. Que no existe nada seguro y en cuanto suponemos que algo sí lo es, estamos haciendo uso de nuestra facultad interpretativa.
Y entonces calló. Un rato largo. Hasta que le dijo: Cuénteme.
La mujer apoyaba los codos sobre la mesa y el mentón sobre los puños. Levantó los hombros. Cruzó los brazos y miró hacia la ventana. Había dejado de garuar y se colaba una luz muy clara, casi blanca. De repente, sin que el muchacho le insistiera, comenzó a hablar en un tono monocorde, sin sacar la vista de la ventana. Dijo que en Buenos Aires se había subido a un taxi en la calle Posadas y Ayacucho y no había sabido adonde indicarle que la llevara. De repente oyó que el taxista le hablaba, le preguntaba adónde debía llevarla y ella se desesperó porque no tenía idea adonde iba. Miró el reloj porque la hora podría decirle algo, algo, y era el mediodía, lo que querría decir que ya había salido del trabajo, y entonces le preguntó al taxista qué día era y abrió la agenda. En ese momento desató sus manos cruzadas sobre el pecho y miró al muchacho, como testeando si él entendía de qué hablaba ella. No había nada anotado para ese viernes, le dijo, ¿entiende? El muchacho continuó mirándola en silencio. Ella siguió, en el mismo tono monocorde. Dijo que ella siempre sabía adónde iba y de repente no tenía ni idea. Le apareció en la cabeza una sensación de cuando era chica y en la piscina cerraba los ojos y daba vueltas carnero, una, dos, tres vueltas hasta que los pulmones no aguantaban más la falta de aire y abría los ojos y no sabía dónde era abajo, el fondo, y dónde era arriba. El muchacho la miró a los ojos y no parpadeó. Ella siguió. Dijo que entonces el taxista le preguntó de dónde venía y ella no supo de dónde. Le pidió que tomara Las Heras hacia la izquierda y señalaba la izquierda con los brazos. El taxista le dijo que Las Heras era contramano hacia la izquierda y detuvo el auto. Con el frenazo ella sintió un ardor fuerte en un pecho y entonces recordó que venía del médico. Del cirujano que la había operado. Que no le había sacado los puntos porque la cicatriz no había cerrado.
— ¿Y si nos vamos a Mar del Plata?—, dijo el taxista.
Contó que el taxista se dio vuelta, apoyó los brazos sobre el respaldo del asiento e insistió con llevarla a Mar del Plata. La llevaría a pasear por la rambla, le sacaría una foto al pie de uno de los lobos marinos de Fioravanti, la invitaría a comer parrillada de mariscos en el club de pescadores, a la playa La Perla a sentarse en la orilla y mirar las olas y a la confitería del torreón del monje a comer caras sucias y tomar chocolate caliente y contarle la historia de la india, el cacique y el soldado devenido monje. Así había sido como ella y el taxista habían llegado a Mar del Plata. En el viaje conversaron de lo que cada uno había soñado cuando tenía dieciocho y qué pensaba cada uno ahora de aquel sueño. En Chascomús pararon a cargar gas y ella llamó a una de sus hermanas y le pidió que se ocupara de avisarle a su marido.
El muchacho dijo:
— A veces los extraños son mejor compañía.
—Con los conocidos se puede compartir los momentos felices pero no los otros —dijo la mujer— Porque diga lo que una diga, no sonará ni parecido a lo que hay dentro de una y lo más seguro es que el conocido diga justo lo que no se quiere oír, “que hoy en día nadie se muere de eso”, “que con el bardo que hay por todos lados, vos te preocupás por esa poca cosa”, “que todo va a salir bien”. O sino, el conocido insiste en que está mucho peor que una y durante un rato la convence. Y lo peor, una percibe el espanto en la cara del conocido.
Después callaron los dos. Les llevé más café y lo tomaron con leche. El muchacho sonreía y miraba a la mujer. Pasaron más o menos cinco minutos. O diez. Quiero decir que estuvieron mudos un rato muy largo, la mujer miraba hacia la ventana y el muchacho la miraba a ella. De repente ella dio vuelta la cabeza y lo miró. Él tomó los bastones que estaban inclinados contra su silla y se puso de pie. Se dirigió despacito hacia el baño de caballeros, al lado de la barra; estribaba la pierna izquierda al mismo tiempo que los bastones y después arrastraba la derecha. Ella apoyó los brazos sobre la mesa y hundió la cabeza en el agujero que quedaba entre los brazos. Cuando el muchacho volvió del baño, le dijo a la mujer:
— Señorita Ana, soy Marito. Tomé la Primera Comunión con vos. En el Instituto, ¿no te acordás?
Ella lo miró un rato largo, después se le empaparon los ojos y el mentón le tembló. Se puso de pie y se colgó del cuello del muchacho. Repitió varias veces “no lo puedo creer, “sos todo un hombre”. Le pidió que le contara de su vida y él le dijo que tenía una señora y dos nenes y vivían en un departamento en el centro. Le contó que lo alquilaba en enero y se iban a conocer el país y le contó que había puesto una casa de camperas de cuero con tres amigos, uno de ellos es Rodrigo, ¿te acordás de Rodrigo?
Ella le contó que se había casado con el mismo chico con el que salía en aquella época, el que tocaba la guitarra en misa, ella trabajaba por la mañana en el Instituto, por las tardes tenía alumnos particulares, y tenía dos hijas. El muchacho le sostenía las dos manos entre las suyas mientras ella hablaba y la miraba a los ojos, siempre sonriendo. Comenzó a salir el sol y la confitería estaba luminosa. Cuando ella terminó de contar todo eso, el muchacho dijo:
— Podés contarme a mí, Ana. Soy un extraño, pero uno conocido.
Se sentaron. Ella dudó un rato, miraba el cielo blanco por la ventana, y al final dijo que era difícil convalecer en su casa porque el marido no aguantaba verla postrada y las hijas se ponían nerviosas y se peleaban. Todavía tenía que pensar en lo que le había pasado y no podía pensarlo con sus amigas o sus hermanas porque ellas reaccionaban como reaccionan los conocidos, con espanto o indicándole que no pensara pero ella quería justo eso, pensar. Porque un especialista al que le había pedido su opinión justo antes de operarse, le había dicho que con una operación no bastaba para sanarla porque ya era tarde, y le pronosticó que moriría pronto. Ella prefirió el diagnóstico de su médico de la obra social, que decía que había que ir paso a paso y el primero de esos pasos fue la operación.
Entonces el muchacho se puso de pie, rengueó sin las muletas hasta adonde se encontraba ella y la envolvió con sus brazos. La mujer lloró. Lloró durante un rato largo, mientras él le acariciaba la cabeza y repetía “pero claro, pero claro”. Cuando ella dejó de llorar, él se sentó en la silla al lado suyo. Ella sonrió. Él le preguntó:
— Qué es lo que querés pensar, Ana.
Ella cerró los puños y cerró los ojos. Después los abrió y miró hacia la ventana.
— No estoy segura. Tal vez quiero pensar si escuché bien lo que dijo el especialista, que yo moriré pronto, porque ese día no había nadie conmigo. Y entonces pensar si debo imaginar que lucho contra un enemigo desconocido y poderosísimo y enfrentármele, o esperarlo con indiferencia, porque total la muerte, más tarde o más temprano, nos llega a todos. También debo pensar si le cuento a mi marido lo que dijo el especialista o no. Él ya tiene bastante con que no consigue trabajo. Y tal vez pensar que el especialista no es Dios. ¿Te acordás cómo les enseñaba a ustedes de Dios?
El muchacho sonrió. Dijo:
— No estamos seguros de nada, Ana. Inventamos estar seguros de algunas cosas porque uno no podría tolerar la incertidumbre absoluta. Pero es sólo un espejismo, como cuando uno va por la ruta y ve adelante lo que parece un charco de agua, y resulta que es un efecto óptico. Al final, lo único verdadero es lo que sentís.
Tomó a la mujer de los hombros y le dijo que mirara por la ventana. Un rayo de sol descendía oblicuo desde detrás de nosotros y las ramas de los pinos y el pasto brillaban, como pequeñas luces. A la izquierda se veía el arco iris más nítido que he visto en toda mi vida. La curva que trazaba el rojo, arriba del todo, recortaba el cielo con nitidez.

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