lunes, 7 de diciembre de 2009

Paula y Roberto. Cuento que forma parte de la novela "Anabiblis", 08

Paula y Roberto viajaban a General Pico. En el asiento trasero del auto iba el maletín repleto de dibujos y el rollo con los planos que le había encargado a Roberto el intendente, recientemente reelecto. Ya le había aprobado el anteproyecto, así que viajaba convencido de que le compraría también los planos y le contrataría la dirección de obra.
Viajaron en silencio por el Acceso Oeste hasta Luján, los dos parcos y refunfuñando. Habían discutido al salir de Buenos Aires porque Paula no estuvo lista a tiempo. En Luján Roberto puso un disco y empezó a tararear la canción. Al rato meneaba la cabeza al ritmo de los compases que marcaba la batería. Terminó el tema y en la rotonda a la ciudad de Mercedes le dijo a Paula que ninguno de sus amigos amaba a su mujer como él la amaba a ella. La amaba incluso más aún que cuando se casaron y eso tan extraño como tener deseo sexual por la misma mujer después de varios años.
Paula no dijo nada. No había estado lista para partir a la hora en que habían quedado porque se retrasó en una reunión de venta de juguetes eróticos que había organizado una de sus amigas. Ella había comprado un disfraz de enfermera que planeaba estrenar en el hotel de General Pico y casi todas sus amigas habían comprado el combo fiestero de vibrador rabbit, mariposa estimuladora y muñeco Big John, y habían gastado más de doscientos pesos.
A la altura de Chivilcoy la ruta estaba muy cargada en ambas manos y se hacía difícil sobrepasar la larga fila de camiones que iba delante de ellos. Roberto insultó al ómnibus al que iban pegados y después se enojó con Paula porque no pudo salir más temprano de Buenos Aires. El sol, anaranjado, bajaba a la izquierda de la ruta y los encandilaba. Paula puso otro disco, uno lento, y miró por la ventanilla a su derecha la inmensa extensión de pastura color ocre por el reflejo del sol y salpicada de ramos de florcitas amarillas. Una hora más tarde el tráfico había aflojado, la ruta se veía larga y vacía y Roberto dijo que las mujeres eran una especie muy distinta a los hombres. Si los hombres veían una transparencia, por ejemplo, o una pollera corta o una pierna que se cruzaba sobre la otra, su instinto se despertaba y se convertía en irresistible. Paula intentó convencerlo de que las mujeres no eran muy diferentes a los hombres. Su tesis se sostenía, dijo, en estudios que demostraban que la argumentación de Roberto era nada más que una justificación falaz de un comportamiento machista, producto del libreto opresor de los hombres, confeccionado para mantener a las mujeres a raya, (argumentos absurdos como ese, hasta hacía poco habían justificado la esclavitud). Por suerte ya quedaban pocas mujeres que acataran el libreto opresor, acaso no se estaban divorciando casi todas sus amigas.
Roberto hizo silencio un rato largo, pasmado por la rapidez y seguridad con la que Paula le hablaba. Siempre era así en las discusiones entre ellos dos. El silencio de Roberto decía que no estaba de acuerdo con ella y encima el modo con el que Paula replicaba le quitaba ganas de tener una conversación que hubiese podido ser rica en intercambio. El sol era un semicírculo rojo al final de la ruta, rodeado por dos manchones oscuros de montes de eucaliptos. Paula esgrimió una última evidencia: dijo que sus amigas divorciadas estaban encantadas de estar solas, para eso estaban los consoladores y entonces ponían toda su energía en el trabajo.
— ¿Consoladores? —dijo Roberto— Contame quiénes usan consoladores.
Paula calló. Cruzó los brazos. Suspiró tres veces con grandes bocanadas. Tal vez, en su encarnizada defensa del género, había ido demasiado lejos y así había gastado pólvora en chimango. Es que no se podía discutir con Roberto, a él le faltaba profundidad.
—Dale, Paula. Vos sabés que a mí me gusta entender a las personas. Te creo que las mujeres estén liberadas de nosotros. Dame un ejemplo.
Paula levantó las rodillas, apoyó los pies sobre el asiento y rodeó las piernas con los brazos, apretándolas contra su pecho.
—Sos mala, eh —insistió Roberto— ¿No ves que sos mala? Entre marido y mujer no debería haber secretos.
Paula cambió el dial de la radio hasta que encontró el de música clásica y subió el volumen. Cerró los ojos. Por un momento creyó que lloraría de rabia. Después fue como si el concierto de Chopin le enjuagara el alma y media hora más tarde sentía un arranque de amor límpido y generoso hacia Roberto, el padre de sus hijas y el creador de maravillas arquitectónicas que dejarían su huella en el mundo.
—Contame algo, Paula —dijo entonces Roberto— Contame un cuento así el viaje se hace más llevadero.
El cielo ahora se veía azul oscuro y empezaban a brotar algunas estrellas. En el campo había varios molinos quietos aquí y allá y daban la sensación de que afuera había silencio puro. Paula tomó la mano de Roberto que estaba sobre la palanca de cambios y la apretó. En seguida se quejó de que él siempre le exigía el rol Sherezade. Ella no era una fábrica de cuentos ni quería el puesto de animadora oficial de la pareja. Roberto alegó que ella era buena para contar historias y a él le gustaba mucho escucharlas, lo entretenían y acaso no eran fundamentales para un viaje tan largo como el que estaban haciendo. Además, agregó, su profesión de psicóloga le aportaba material.
—Dale, no seas mala, contame una historia. Cualquiera. Vos sabés cómo me gustan las historias que me contás.
—Es que vos nunca las entendés, Roberto. Sólo te interesan si hay sexo. Tu visión de la vida es tan elemental que me desespera.
—Te juro que a mí me interesa entender a las mujeres.
Una hilera de árboles desfilaba veloz por la ventana derecha y a Paula se le ocurrió que parecían sombras de cíclopes, gigantes de un solo ojo iguales a Roberto y a montones de hombres como Roberto. La medialuna asomó detrás de ellos. Surgieron campos sembrados de soja verde y bajita, fosforescente por la luz de la luna. Paula cruzó las manos detrás de la nuca. Dijo:
—Te cuento una historia pero tenés prohibido preguntarme el nombre de la protagonista, ¿estamos?
Roberto contestó que sí y sonrió.
— Mujer —dijo Paula— Divorciada.
— ¿Linda?
— Siete puntos.
—Dale.
“Era el mes de julio, las hijas de la mujer se habían ido de vacaciones con el padre y el jefe le había pedido que se tomara esa semana porque hacía mucho tiempo que ella no se tomaba vacaciones y se le venían acumulando. Ella no entendió mucho la orden de su jefe y no quiso preguntar para no llamar la atención sobre sí misma, no fuera a ser que estuvieran por echarla. La cuestión es que se encontró con una semana de vacaciones por delante, y no sabía cómo aprovecharla. En realidad tenía ganas de tener una aventura. Estaba harta de ser la pobre divorciada de vida rutinaria, de la oficina a su casa y de su casa a la oficina. Pero no se le ocurría ninguna aventura. La perspectiva de ese viernes por la noche era comer comida china frente a una película alquilada. Eso fue lo que al final pasó”.
—Debe ser cuatro puntos, no siete—, dijo Roberto.
“A la mañana siguiente era sábado. La mujer desayunó frente a la computadora y en su casilla encontró un correo de un muchacho que había conocido en un curso de huerta al que había asistido dos años antes. (La mujer vive en un departamento y no tiene donde plantar nada salvo aromáticas en macetas sobre el marco de la ventana, pero ella siempre había tenido la fantasía de la huerta, las botas de goma y la tijera de podar, y además era aficionada a los cursos. Se anotaba en cuanto curso había después de su horario de oficina). Ella y el muchacho (se llamaba Sergio Araujo) habían quedado muy amigos desde aquel curso de huerta a pesar de que él tenía 21, diez años menos que la mujer, y la relación se había dado siempre por teléfono o por correo electrónico, ya que vivía a 600 kms de Buenos Aires. Al muchacho le gustaba llamarla o escribirle y contarle sus males de amor, sus discusiones con el padre que no le perdonaba la decisión de haber abandonado la carrera y sus conflictos con su hermano mayor, con quién compartía el trabajo en el campo. Vivía allí en el campo, en La Pampa, a veinte kilómetros de General Pico”.
—Qué casualidad —dijo Roberto—. Justo vamos a General Pico.
“En este último correo el muchacho le contaba que se había “levantado” a una vieja que se llamaba Ivonne con quien había fantaseado toda la infancia y que ahora estaba casada con un extranjero millonario y vivía en Buenos Aires. Le comentaba lo fáciles que eran las viejas. Con un piropo bastaba. La mujer recordó la descripción que Araujo le había hecho del campo, el horizonte infinito, el monte bajo y la hacienda entreverada y escondida, y la “quinta” pegada a la casa. (El muchacho llamaba “quinta” a la huerta). Esa mañana tuvo el impulso de llamarlo. Después pensó que el impulso era uno de revancha, quitarse con el pobre chico el regusto a fracaso que le daba su situación de abandonada. Lo llamó. Le preguntó si era cierta la invitación al campo abierta a cuando ella quisiera, porque estaba de vacaciones. El muchacho se mostró jovial y conmovido por el interés de la mujer en hacer un viaje tan largo, conocer su campo y verlo de nuevo. Dos horas después la mujer estaba en Retiro y una hora más tarde viajaba en el expreso General Belgrano. El viaje duró siete horas. Llegó a General Pico y se tomó un remise hasta el campo. Llegó agotada, a las 9 de la noche. Araujo le presentó a su hermano Raúl, le mostró su habitación y el baño y le dijo que cenarían a las 9:30. Cenaron los tres juntos y a las once, después de contarle las faenas que los esperaban al día siguiente y decir que ella debía de estar muy cansada, los hermanos se despidieron. La mujer despertó a las siete y desayunó con los hermanos. La llevaron a recorrer el campo en camioneta. Raúl manejaba y Sergio se bajaba cada dos por tres a revisar alambrados. Almorzaron a las doce. El horario de invierno era sin siesta para aprovechar las horas de luz. A las dos estaban los tres a caballo y salieron a contar ganado (cebú). Regresaron a las seis, tomaron mate y cada uno fue a su habitación a descansar hasta la hora de cenar. La mujer no sabía qué ponerse. Había traído un vestido pero le parecía demasiado para el campo. Se probó un pantalón negro pero en el espejo del baño lo veía apretado y le daba una apariencia muy de levante. No le quedó otra alternativa que optar por el vestido. Salió del cuarto a las nueve. Sergio estaba en el living, miraba televisión. La mujer le preguntó por el hermano y dijo que se había ido a la ciudad. Miraron televisión y cenaron solos. Sergio puso música francesa en una vitrola antigua y ella lo felicitó por el puchero de gallina. Tomaron vino tinto. Después de cenar Sergio se sentó en el mismo sofá delante de la televisión pero no la encendió. Abrió una caja de zapatos adonde guardaba un paquete de cigarrillos Marlboro, un cuadrado de marihuana del tamaño de un jabón y un moledor cilíndrico de madera. Desarmó un Marlboro. Estiró el papel e hizo una pilita de tabaco sobre la mesa. Colocó un poco de marihuana en el moledor. Lo giró y la mezcló con el tabaco. Volvió a armar el cigarrillo. Lo fumó mientras le hablaba de la “quinta”. Dijo que era una pena que estuviera seca en invierno, que el año entrante la cubriría con plástico y entonces tendría un invernadero. No le convidó cigarrillo ni ella pidió. Volvió a repetir la operación y fumó un segundo cigarrillo de mezcla. Se recostó en el sofá, muy cerca de la mujer y permanecieron callados. Ella pensaba muy rápido. El comentario que había hecho Araujo acerca de lo fáciles que eran las viejas la desanimaba a tomar la iniciativa. Se notaba que él había preparado la situación: el hermano había desaparecido, la cena cocinada por él mismo, el vino, el tono lánguido de voz, la luz tenue, la marihuana. ¿Qué hacer? ¿Cómo volver a Buenos Aires si al final no pasaba nada? ¿Qué quería ella? ¿Podía actuar un muchacho de 21 de la manera en que ella fantaseaba que actuara?”.
— ¿Y? ¿Qué pasó?—, dijo Roberto.
— La mujer se volvió al día siguiente, un día antes de lo que le había dicho al muchacho.
— ¿Pasó algo?
— Nada.
— No puede ser. Ningún hombre deja pasar una ocasión así.
— No entendiste el cuento. Sabía que no lo ibas a entender. No sé para qué te lo conté.
Nadie dijo nada durante algunos minutos. La ruta se veía vacía y oscura, sólo se veía iluminada una mancha blanca delante del auto. Roberto protestó otra vez porque Paula no había estado lista a la hora en la que habían convenido y ahora debía manejar de noche. Ella miraba la noche por la ventana.
—Yo sé quién es la mujer —dijo Roberto—. Es tu hermana Mara.
Paula se tapó la cara con las manos. Después se puso un saco y cruzó los brazos. No se oía lo que decía porque lo decía en voz baja, pero insultaba a Roberto. De golpe vieron un camión estacionado a la derecha de la ruta. Había un bulevar de eucaliptos de cada lado de la ruta y el camión estaba en la banquina, torcido hacia una cuneta pegada a una hilera de árboles con un santuario del gauchito Gil. Paula le pidió a Roberto que detuviera el coche, podría haberle ocurrido algo al chofer del camión. Roberto dijo que de ninguna manera se detendría, era peligroso, podía tratarse de una artimaña para asaltarlos. Discutieron. Paula acusó a Roberto de prejuicioso. Le dijo que podría tratarse de una emergencia y ellos salvarían una vida. Roberto frenó de golpe y se detuvo cincuenta metros delante del camión, se había detenido frente a un altar. Roberto retrocedió el auto a toda velocidad. Estacionó a diez metros del camión. Apagó el motor. Abrió la puerta y salió. La noche era oscurísima. Las copas de los árboles tapaban la luna y de golpe se levantó un viento que sacudió las ramas de los eucaliptos. Paula gritó:
— Qué vas a hacer Roberto. Volvé, Roberto. Vayámonos.
Roberto avanzó hacia el camión y Paula trotó detrás de él. A mitad camino tironeó de su camisa y le rogó que se detuviera. Roberto siguió avanzando hacia el camión con zancadas grandes. Llegó a la puerta y trepó al estribo, asomó la cabeza por la ventanilla, permaneció unos segundos mirando adentro de la cabina y bajó de un salto. Dio media vuelta y caminó muy veloz de vuelta hacia el auto, tiraba de una mano de Paula y repetía: para qué te hago caso. De golpe, de detrás de un fresno surgió una mujer en minifalda. Era muy alta, tal vez fuera un hombre. Les silbó y colocó las manos en la cintura.
— Cincuenta pesos y ella mira—, gritó.
Roberto se metió adentro del auto, cerró la puerta de un portazo y le gruñó a Paula que se apurara. Arrancó el auto justo en el momento en que comenzó a soplar un viento que arrastraba polvo y una nube marrón cubrió la ruta. Los faros trataban de zanjar la nube pero aparecía más y más polvo, como si el viento se tragara la ruta. Paula sintió frío en las manos, en el pecho, en el estómago. La luna se había colocado justo frente a ellos, encima del colchón de polvo, y se veía nítida y muy blanca, casi plateada.

1 comentario:

  1. "Vivimos y vivenciamos de modo diferente, los hombres aprenden mejor intelectivamente y las mujeres aprehenden mejor intuitivamente... si logramos entendernos y aceptarnos en las diferencias 2 + 2 = a mucho más que 4..." Besos Inés!

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