martes, 1 de junio de 2010

El trayecto de una carrera

Para Olivia

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida...para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”. Henry David Thoreau, (Concord, Massachusetts, 1817, 1862).

A los catorce corría como volar.
Me entrenaba para ochocientos y mil quinientos en el club atlético River Plate. Treinta minutos de trote, otros treinta de gimnasia y después pasadas de cuatro cientos a máxima velocidad. Entrenamiento a fuerza de perseverar y mi cuerpo muy cerca de mí, los pies en los zapatos blanco y rojo con suela de clavos como agujas perforaban la pista uno a uno y el viento en mi cara y el silencio y volar.
Sobre todo el silencio.
Mi temple como aquellas carreras: el corazón en el cuello, las manos sobre la tierra anaranjada de la pista, los pies en el taco de largada y mi propia respiración arriba y abajo en el pecho hasta el tac del disparo y correr, correr, correr, mis piernas llevándome por mi andarivel primero y silencio salvo mi respiración y adelantarme a una contendiente anteponiéndole mi hombro y enseguida robarle el andarivel más cercano al centro de la pista y apostar a la reserva de fuerza en las piernas y aire en los pulmones para mantener el paso, pasos largos en cámara lenta, los brazos empujando y nadie podría alcanzarme, ni siquiera aquel señor tan buen mozo y tan amigo que en el verano una noche en la playa me alcanzó borracho de ginebra y el momento cambió el curso de la carrera y del entrenamiento para ya no volar sino huir, mi cuerpo perdiendo su forma picante y pidiendo disculpas a las contendientes y al mundo y entonces el alfeñique de 41 kilos corría maratones adonde el laurel lo entrega la resistencia,
resistencia,
resistencia, eco de la fuga de memorias como aquella no te hagás la pendeja y hoy, volviendo siempre a lo mismo de miradas y años, por aguardar una repetición original, googleo al señor buen mozo y ¿no existe? Pero ha existido sino como fantasma de ovaciones como se explicaba a sí mismo: campeón argentino de buceo y su apellido lleva dos letras “L” y no una sola como la flor.
El presente de esa noche, la noche y un mismo momento en la que una no se encuentra con nadie, ¿en qué podría ser más memoria que cualquier competencia de memorias?

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