domingo, 10 de octubre de 2010

EL ÁRBOL DE LA VIDA/ Por: HIPÓLITO DÁMASO VIEYTES

Escribo para estar solo.
Leo y anoto y de vez en cuando
rozo la palabra dicha.
Llego a conocerla
infinitamente más que cuando vivo.



PRIMER TEXTO:
El hombre notaba el paso del tiempo en la cara de la mujer, que se marchitaba un día detrás del otro como las plantas en otoño. Sólo que la mujer no renovaba el ciclo de las plantas que, circularmente, después del otoño languidecen en invierno, florecen en primavera, dan frutos en verano y de nuevo y de nuevo. Lo mismo debe de sucederme a mí, dijo el hombre, a quién día tras día le costaba más agacharse y levantarse. Mujer, dijo el hombre, tarde o temprano moriremos. Eso es bueno, respondió la mujer. Ya estamos cansados de trabajar para seguir vivos.
Pero al hombre no le pareció bueno porque sentía miedo. No temía a las bestias salvajes ni al frío glacial ni a ningún otro enemigo pero sí a la oscuridad de la noche sin luna. Ý así, la siguiente noche sin luna el hombre se levantó de la cama y se acostó con una de sus hijas, figurándose que de tal manera reviviría. Esa noche la mujer también tuvo miedo, porque sintió la soledad. Estás vieja, le dijo el hombre por la mañana, ya no parecés una mujer. Soñé que bebías el agua color verde de una gruta, le contestó la mujer, y que esa agua te daba el don de mirarme continuamente del modo como me miraste la primera vez que comimos del árbol de conocimiento y nos deseamos. El hombre echó a reír. Ya no me servís, dijo el hombre cuando acabó de reír. Ni siquiera me das hijos. Pero te deleito con mi conocimiento, arguyó la mujer. Con lo que te señalo para que observes, con la manera en que razono y también del modo en que te hago reír. El hombre porfió que todo eso a él lo aplastaba, igual que su desgaste, y dejó a la mujer.
Al principio ella padeció el alejamiento del hombre porque no sabía estar sin él. Poco a poco se dio cuenta de que tenía menos trabajo y más tiempo para reflexionar consigo misma y comenzó a sentirse liviana y la liviandad le produjo una dicha que no había conocido hasta entonces. Ahora yo tampoco quiero morir, se dijo a sí misma la mujer, y recordó el árbol de la vida que había quedado en el Edén. Pensó que cuando aún vivían allá, el fruto de ese árbol no tenía ningún valor porque entonces no conocían la muerte ni conocían nada de nada salvo un invariable embobamiento. Les comunicó a sus hijos que como ellos ya no la necesitaban, partiría en un viaje. Pero sus hijos no se incumbieron porque estaban ocupados con sus propios hijos y sus propias contrariedades.
Así fue cómo la mujer marchó en busca de la puerta de entrada al Edén, puerta que ella recordaba custodiada por dos querubines…
TEXTOS ENCONTRADOS EN EL UN CAJÓN DE LA MESA-ESCRITORIO QUE PERTENECIÓ A HIPÓLITO DÁMASO VIEYTES, vendido por su bisnieto en Posadas Remates, comprado por la decoradora Gigi Robirosa para el nuevo departamento de un senador cuyo hijo fumón, (a quién se los hizo entrga el tapicero que los encontró cuando cambiaba el cuero de la mesa y me los vendió por Mercado Libre), prefiere que su nombre permanezca anónimo.

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