martes, 13 de diciembre de 2011

Cuento de Rubén Míguez, participante de uno de mis talleres 2011


Mi historia de amor en Marruecos
A Mariela Carril.
Suelo ir a mi oficina, situada cerca de la vieja Medina, enfrente de la plaza Boujloud, a pie. Cuatro kilómetros que me significan un excelente ejercicio para bajar la panza. Tengo muy conocida toda la zona y entonces, ya voy por el camino que me resulta más agradable, pleno de zigzags, esquivando los comercios turísticos más concurridos, atravesando toda la parte europeizada de Fez. Cada tanto la nostalgia guía mis pasos y me lleva, dando un pequeño rodeo, a contemplar, en una esquina, un grafitti en francés conmemorando el primer aniversario de la muerte de Silo, el líder humanista: un toque de argentinidad en el África.
Hace un mes me encontré con una alumna en ruta al colegio que siguió el mismo camino. Ella primero y, unos tres metros detrás, yo. Sintiéndome a sus espaldas, la colegiala miraba cada tanto hacia atrás con preocupación.
Mientras camino, mis pensamientos son desbocados dromedarios. En esa oportunidad recordé –ignoro por qué- que, a fines de los ochenta, todavía en mi patria, concurría con frecuencia a una isla del Tigre a pasar los fines de semana. Una noche, al regresar, en la parada siguiente a aquella en la que subí a la lancha Interisleña, hizo lo propio una mujer con un niño. Descendimos juntos en la terminal fluvial. Tomamos el tren Mitre; viajamos a un par de asientos ellos de mí. Nos apeamos en la estación Vicente López. Tomamos el 161 y nos bajamos los tres en Deán Funes y San Martín, una parada muy infrecuente. El niño era muy parecido a mi hijo muerto y la madre era muy linda y estaba poco vestida. Son dos motivos posibles para que me diera cuenta de su presencia. Ellos, en cambio, no deben haberme percibido.
Ahora me doy cuenta de por qué los recordé. Comparaba la seguridad y despreocupación que habrá sentido la mujer del Tigre hace veinte años con el temor de la estudiante, hoy, en el inestable Marruecos.
Dejé de soñar. La colegiala se había detenido a hablar con un hombre entrado en años, ¿su abuelo?, sentado sobre almohadones a la puerta de su casa.
Y entonces la vi. Salía de la puerta vecina a la del anciano. Ignoraba quién era, qué era y por qué estaba vestida tan provocativamente a las ocho de la mañana; desconocía todo de ella. Y, sin embargo, supe inmediatamente que era ella. Era ella. Era mi ella.
Vació una bolsita en la vereda. Un bulbul naranjero enorme aterrizó rápidamente y comió, manso como una de nuestras palomas. La miré embelesado. Ella percibió algo. Entonces nuestras miradas se cruzaron. Entró a su casa mientras la colegiala la despedía en español, llamándola Isabel.
Durante tres o cuatro días busqué cruzarme con ella para invitarla a salir. No me da el carácter para tocar el timbre de una mujer siendo yo un total desconocido. Finalmente la vi. Estaba hablando en la calle con dos señoras vestidas al modo islámico. Di vueltas durante treinta minutos esperando que se desocupara pero, cuando lo hizo, inmediatamente entró a la casa y la perdí de vista.
La encontré de nuevo una semana después cuando volvía a su casa con un paquete del mercado. Me acerqué a ella. La llamé. Se dio vuelta. Su mirada volvió a cruzarse con la mía y me quemó. Y le pregunté la hora. ¡Qué boludo! No pude más que preguntarle la hora. Isabel me respondió con un acento espantoso que no hablaba español. Pidiendo perdón, me alejé.
Transcurrió otra semana. Volví a verla. Barría la vereda. Esta vez la abordé hablándole en francés. Isabelle… la llamé. Se dio vuelta. Me maravillaron las dos suaves manchas rosadas que su blusa transparentaba. Me dijo que no hablaba francés. Entró a la casa; yo retomé mi camino refunfuñando.
Busqué un profesor de inglés y le pedí que me instruyera lo básico para aproximarme a una mujer.
Han pasado unos pocos días. Esta mañana tuve un almuerzo de trabajo en Zahrat al jabal, el fabuloso restaurante de la Avenida de las Fuerzas Armadas Reales. Mientras estábamos ultimando el contrato comercial y el delicioso cuscús, la presentí a mis espaldas. En efecto, allí estaba, almorzando con una amiga. Lucía bellísima. Los finos pilares y la arcada del edificio y las luces cian proporcionaban un marco ideal para el amor. Me acerqué a su mesa y le balbuceé algo en inglés.
Me envolvió con la mirada y contestó, sonriente y en un perfecto español, que esta noche me verá aquí mismo a las siete.
Mi historia de amor en Marruecos comenzará dentro de una hora. Y no tendrá fin…

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