sábado, 28 de abril de 2012

Carlotita




-Ya había venido antes a este edificio -dijo Roca apenas le abrí la puerta- Vine a lo de Andrade. Después me saludó y sonrió apretando la mandíbula. La cara bordó. Siempre le había notado un color muy rojo en la cara. Y áspera, como de intemperie. Roca es un hombre de campo de esos de antes que circulan por Buenos Aires con boina y alpargatas de carpincho. Sabía que su campo queda en el norte del país y que hace un año y medio vino a la capital para que los hijos empezaran la universidad. Me miraba y parpadeaba, como esperando algo de mí, pero no supe qué. Cerraba los puños y torcía el cuello y sólo atiné a decir pasá, pasá. Caminó hacia la ventana con las manos detrás de la espalda. El cielo oscurecía veloz y entraba una luz opaca y lúgubre, así que me apuré en pisar el botón que enciende la lámpara. Roca miraba hacia fuera en silencio, retorcía los puños detrás de la espalda. Yo dije voy a cebar mate, ¿te parece? Enseguida vengo.
Cuando volvía con el termo y el mate, oí:
             -¿Conocés a los Andrade?
Los del quinto. Recordaba al hombre; uno bajito y delgado, la cabeza hundida en el pecho, parecía sin cuello. Tímido o herido. Hola y buen día como pidiendo disculpas cada vez que compartimos ascensor. Recordé una reunión de consorcio en la que se discutía una expensa extraordinaria para rehacer la azotea. El señor Andrade parecía absolutamente indiferente. Me había preguntado si sería desgano o si sería fastidio lo que sentía frente a nuestro vigor para defender o atacar la urgencia del nuevo enlosado de la terraza. Me había llamado la atención no poder discernir su actitud. Siempre me atrajo el modo impasible de algunas personas, como si su apatía hiciera patente la inutilidad de todo esfuerzo, un levantar los hombros frente a la invención de prisas o exigencias.
-Yo estuve de novio con Carlotita.
- ¿Carlotita?
-La mujer de Andrade, que murió en el 2005.
Un año antes de que nosotros nos mudáramos. No me había dado cuenta de que el señor impasible no tenía esposa. Qué raro de mí. Voy armando historias a partir de cualquiera que se cruce en mi camino, como si los otros pudieran aportar una interpretación de la vida que yo no tengo. Pero no importo yo, ahora importa Roca y Carlotita.
Roca estaba casado y tenía unos cinco o seis hijos. Una esposa de baja estatura y corazón gigante, flequillo, zapatos chatos y pantalón de corderoy. Roca era un hombre alto, de espalda grande y contextura sólida. Su ojos, de color celeste común, eran notoriamente melancólicos, tal vez por las pestañas espesas, y, si te hundía la mirada, podía ser tan filosa y tenaz como una cuchilla. Gente de misa los domingos, los Roca, de sonreir beatíficamente, los ojos brillando, y aludir al privilegio de la compañía del amigo Jesús en cada párrafo de conversación. Gente que se te queda mirando un rato largo cuando te saluda y te habla lento y preguntándote por vos como si les importaras de veras. Y aún esa tarde de confidencia, de revelación, no perdió su semblante de esperanza en la caridad humana. Tal vez sólo haya perdido la expresión de confianza en la felicidad de la tierra prometida, post mortem, para los bienaventurados pobres del vil dinero, de afecto o de ego.  
Había comprado mate y facturas para la reunión. Roca venía a proponerle a nuestro grupo de docentes que nos uniéramos a una gente a la que recientemente se había sumado él y diérmos taller literario en la villa de La Cava. Roca y nosotros nos habíamos conocido el año anterior en una ONG. Roca era voluntario en la parte administrativa y había tratado de ordenar las finanzas de la ONG, que se mantenía con donaciones que, -nos enteramos más tarde-, no iban a parar al bien que proclamaban sino a las billeteras de los mismos directivos. La ONG no tenía ninguna intención de que se percibiera lo completamente corrupta que era y con un pretexto u otro terminaron empujando a Roca afuera de las finanzas y de la ONG. Después consiguió voluntariarse en otro trabajo comunitario sin ONG sino con unos curitas tan esperanzados respecto a la caridad humana como él. Nosotros en el fondo sabíamos que no íbamos a aceptar el ofrecimiento de Roca y sus curitas, aunque la ONG acabara de cerrar  nuestro taller culpa de haber descubierto la roña. Pero reuniéndonos con él queríamos, acaso con morbo, constatar con alguien de afuera de nuestro grupo, que fuese posible que una ONG que recibía cantidad de prensa, pudiese ser la tétrica fachada de tan atroz mentira.
Ahora Roca dejó de mirar hacia el cielo encapotado y oscuro, se dio vuelta y me miró a los ojos un rato largo, no de la manera a la que me referí recién, interesado en mi bienestar, sino como rogándome que me interesara en él.
-Pidió verme antes de morir, sabés.
- ¿Carlotita?
-Me llamaron al campo y me contaron que estaba enferma y que había pedido verme.
Nos sentamos. Roca en el sofá, las manos sobre las rodillas, yo en el sillón. Empecé a cebar mate. Oscurecía y la luz de la lámpara de pie daba una sensación mustia, pero no me puse de pie a encender otra luz porque, me parece, lo sentí como una especie de irrespetuosidad, como encender la radio en un velorio. Roca tomó una medialuna de la bandeja sobre la mesita y yo, quieta en el sillón, le pasé el mate.
-La petisa me dijo andá, cómo no vas a ir. Esperamos al fin de semana y nos vinimos en el auto con los chicos. Son once horas de viaje, sabés. Pero lo combinamos para que los chicos visitaran a las abuelas y también para aprovechar y llevarlos al dentista. En Salta no hay un dentista decente, ¿podés creer? Vine acá con la petisa. Andrade me puso una cara de odio que no te cuento. Qué tipo más distinto a mí, me dije. Lo opuesto. Yo un bohemio campechano. Él un financista triunfante. Lo que pasa es que Carlota quedó muy mal cuando cortamos, viste. Y yo dos años después me casé con la petisa y nunca más me acordé de ella. En aquella época yo le decía Carlota, pero cuando me llamaron al campo dijeron Carlotita y después me enteré que así le decía todo el mundo. Entré solo al cuarto de Carlotita. Andrade, indignado, me dijo que así había pedido ella. ¿Te molesta?, le dije a la petisa. Ella me dijo, no para nada, amor, andá, yo te espero acá.
Sonó el timbre del portero eléctrico. Llegaban los chicos a la reunión. Oí sus risas jóvenes en la vereda y les abrí la puerta de la calle. Demorarían unos cinco minutos en subir. Corrí al sillón. Roca sonrió y suspiró.
-Cáncer de útero. Qué increíble que hoy en día te puedas morir de eso. Que no lo descubran a tiempo y lo saquen. ¿Para qué quiere un útero una mujer que ya tiene hijos?
- ¿Y qué te dijo?-, le pregunté, apurándolo porque en minutos subirían los chicos y Roca interrumpiría la historia.
Sonrió de un modo pícaro que jamás le había visto. Levantó los hombros y resopló.
- ¿No me vas a contar lo que te dijo Carlotita?-, insistí.
Oí ruido en la puerta, los chicos ya habían llegado. Traían la energía y el entusiasmo de los veintipico de años. Se sacaron los abrigos, comentaron qué ricas las facturas, el chileno quiso un té en vez de mate. Todo eso, hasta que volvimos a acomodarnos, nos demoró un buen rato. Después Roca habló de los curitas y de la huerta que está haciendo en La Cava, que llamó “villa de emergencia”. Su trabajo y emoción sonó pulcro comparado con la podredumbre de la ONG en la que veníamos de estar todos y de repente pareció como si ninguna de los dos contextos fuese real. No podía ser que hubiese gente que usara los pobres para lucrar ni tampoco que otra gente pensara que donar un miga y un rato de ilusión a alguno que otro le garantizara al donante la gloria en una vida después de muerto. Todo ese tiempo una parte de mi cabeza estaba ocupada con la imagen de Roca en el cuarto de la moribunda, la puerta cerrada. Trataba de imaginar el saludo, lo que se dijeron después. Nunca entendí el amor y este cuento tal vez propusiera una clave, a lo mejor un testimonio.
No andaba el ascensor cuando Roca se iba, apurado, a las ocho de la noche. Llevaba a la petisa al cine, que se había tomado el tren. Iban a encontrarse a dos cuadras de Retiro. Lo acompañé a la escalera y cuando nos estábamos despidiendo le rogué que me contara qué le había dicho Carlotita. Se desprendió del aire fúnebre y soltó una carcajada mecánica y mordaz que dijo, claramente, que el secreto sería sólo suyo porque sólo así tenía valor.
-A los doce días llamaron al campo –dijo- Yo ya estaba en la cama con un libro y oí el teléfono. Después vino la petisa llorando y me dijo se murió Carlotita. Yo dije ah, apoyé el libro en la mesa de luz y me fui a dormir. Dos o tres días más tarde le dije a la petisa ¿y vos por qué llorabas si no la conocías a Carlota? Me dijo que de lástima, morirse tan joven, tenía hijos, como yo.
-No lloraba de lástima -dije yo- Lloraba de miedo de que algo así le podría pasar a ella.
Roca sonrió de una manera que me cuesta definir, tal vez se burlaba de mí. Le ví los dientes de arriba solamente y permaneció así, mirándome fijo hasta que di vuelta la cara y abrí la puerta del ascensor.

1 comentario:

charlemos por acá