jueves, 30 de mayo de 2013

DAVID, PRESO DEL GOLIAT PENITENCIARIO

Hace rato tenía abandonado este espacio virtual. Estuve editando un policial y una novela con una editora. Primero el policial, después la novela. Ahora me toca reescribir la última de las novelas en el cajón. No hay apuro para ello... aún tendrían que salir las ya editadas del bendito cajón en mi cuartito en la azotea. Y esa historia la pienso disfrutar. Sigo con mis talleres y clases en la USAL y bué, organizando un casamiento detrás del otro. Acá presento una historia que escribí en enero y
publicó la revista Bamboo:



David, preso del negocio del Goliat penitenciario:
Cuenta un cuento muy viejo que un pastorcito llamado David pudo matar a un gigante llamado Goliat. David pertenecía al bando de los buenos y Goliat al de los malos. La historia de semejante hazaña quedó como metáfora del pequeño que le gana al grande; el antihéroe que vence al héroe gracias al convencimiento de que al final, la justicia triunfa. La historia de mi David es la contraria a aquella de inesperado final feliz: se trata de uno pisoteado por un Goliat, que ni siquiera siente una mínima cosquilla: una historia entre millones de historias sin otra esperanza que la de la lucha misma, como decir que pelear por uno, -aunque uno sepa la batalla perdida de antemano -, es la única alternativa a dejarse morir.
¿Acaso el mundo no sobrevive gracias a esos vanos esfuerzos?
Hace un año que ya no voy a la cárcel. La ONG que nos convocó para dar taller literario nos echó. Desde entonces, ni yo ni los periodistas a los que les llevé la historia nos animamos a meternos con la mafia del sistema penal. Cada tanto hago un amago de contar algo de lo que me fui enterando sobre el sistema de punición en Argentina. Pero siempre pasa algo que me amedrenta, y esta vez fue leer la noticia del asesinato a quemarropa, en la puerta de su casa y delante de su hija, del jefe de la unidad a la que íbamos con nuestros libros una vez por semana.
En fin. Yo había llegado a la ONG con la cándida idea de retribuirle a la sociedad, la financiación de mis dos títulos en la UBA. Tengo la poco políticamente correcta teoría de que si me hubiesen exigido el pago de una mínima cuotita, podrían haber becado a pila de otros que no podían acceder a la educación gratuita. Además, lo admito, también había llegado por el morbo; mirar desde adentro una de las instituciones de dominación del sistema burgués: el poder disciplinario. 
Una filósofa de 26, una egresada de letras de 24, un semiólogo de 28 y yo dábamos taller de literatura en un penal de varones de “alta seguridad”, que no voy a nombrar por el asunto del peligro. Al principio creíamos que la ONG tenía el mismo objetivo que nosotros respecto de nuestro trabajo allá: darle una mano a seres empujados al margen del sistema, a encontrar su pensamientos propio, el motor del cambio. Eso les habíamos propuesto en la primera reunión y nos habían sonreído. Despejar el pensamiento, o el texto, como le llamábamos, del contexto. Encontrar las propias ideas y limpiarlas del alrededor de villa, paco, exclusión, impotencia; y, a esa altura de la soirée: el encierro. Usábamos textos literarios, periodísticos, de historia, publicidades, discursos políticos, y estimulábamos a los presos a reflexionar sobre ellos, a trabajar el músculo de la opinión propia. Muy lindo. Para eso nos reuníamos después de nuestros trabajos y planificábamos confiados y seguros. Cumplíamos con otros requisitos indispensables como reportar nuestra actividad semanalmente a su presidente y asistir a las típicas reuniones en las que tomás café de termo y masticás facturas y rabia por el tiempo desperdiciado escuchando a arrogantes filántropos hacer firuletes con el lenguaje y no decir  nada.
 Para llegar a la cárcel, viajábamos dos horas. La primera barrera del complejo penitenciario es idéntica a la de un country: la garita y el guardia que asoma a pedirte el documento. Nuestro carnet con fotito aceleraba esa primera instancia. Después caminábamos unos 100 metros hacia la segunda barrera, la de nuestra unidad dentro de las otras del complejo. Ahí teníamos que llegar sin cartera o bolso si no queríamos que los confiscaran. Nos revisaban y dejábamos a esos guardias una de las bolsas de galletitas que traíamos. En mi cartuchera pasé todo tipo de elementos prohibidos: máquina de fotos, tijera, USB, plasticola. Ah! Las mujeres íbamos vestidas con jean suelto, camisa, pelo atado y zapatillas para no desatar un motín (se trataba de un penal de hombres y los homosexuales tenían su propio pabellón).
Atravesábamos una tercera reja, interna al muro, un interior con canteros y calles asfaltadas. De nuevo, misma sensación country. A lo largo de los muros, alambre enrollado y en los vértices del panóptico de Bentham, los guardias armados, para nada escondidos.
4ta reja: el código era quedarse paraditos ahí sin llamar la atención hasta que Etelvina le avisara de nuestra presencia a esos nuevos guardias. Ella era la enfermera; una rubia platinada en delantal blanco minifalda, párpados celestes, uñas rojas y vellos negros y largos en los brazos y piernas que seguro no podía rasurar porque no le permitirían Gillette. (Etelvina había nacido con sexo masculino, como todos los internos a ese penal).
5ta reja: número de documento y más galletitas. Un guardia nos acompañaba a través de la 6ta reja, pasando el SUM y el jardín interno rodeado de bloques de edificios con ventanitas de las que asomaban manos batiendo cucharones como un clamor a que registráramos que adentro de esos edificios había personas. Cada uno de esos bloques tenía capacidad para alojar 250 internos y alojaban alrededor de 600. (El servicio penitenciario le cobra al estado por cada interno).     
Última reja hacia un VIP: varias puertas alrededor de un jardincito con canteros. Planta baja y escalera caracol al segundo piso. Dábamos taller en el segundo piso hasta que, para exasperación de la ONG, en el segundo cuatrimestre nos reprodujimos en un nivel 2 al mismo tiempo que empezamos un taller nuevo, con internos ex alumnos del 1er cuatrimestre como docentes, junto con nosotros. Conocí ocho internos con penas de por vida, y supe lo que tenía prohibido preguntar pero ellos no tardan en contar: lo que habían hecho para estar adonde estaban.
 Y conocí a David. El primer día se sentó en pose tumbera (rodillas abiertas y codos sobre las rodillas) y dijo: sabé qué, sabé qué, sho stuve acá 12 anio y salí 24 día y acátoi y sabé porqué, nena, porque lo único que sé hacé es chorreá, ¿me entendé?
Tardamos alrededor de dos meses en darnos cuenta de quiénes eran los que en verdad estaban interesados en lo que pasaba en nuestros talleres. El resto asistía por distraerse un rato, (la yerba no tumbera, o las galletitas, o ver una mina, o quedar bien con la ONG).
En una reunión en la que no estaba la presidente porque se había ido a Europa, osé hacer algunos comentarios candorosos respecto del futuro después del encierro de algunos internos muy inteligentes, (pensaba en David y otro que se llamaba Esteban), que provocaron reprimendas tan exorbitantes al regreso de la presidente, que aumentaron nuestra curiosidad. Dentro de todo lo que me dijo la presidente, me dijo ¿de qué futuro que no sea una cuneta hablás, se puede saber?
 Qué feo es el momento de la pérdida de la inocencia.
Tratábamos de sonsacarle información respecto de lo que había detrás de la fachada de la ONG a los internos que se daban más con nosotros, pero nos devolvían una mirada vacía y en silencio, que a ellos les sale tan natural. Justo vino la revista Para Ti y les hizo una nota en alabanza al trabajo solidario de esta magnánima organización. Esteban había sido el héroe de esa nota y le preguntamos por qué había dicho lo que dijo si no era lo que él pensaba. Nos contestó que porque estaba la presidente. El episodio nos sirvió para mostrarle que ellos podían seguir diciendo lo que les convenía pero que no tenía que necesariamente equivaler con lo que pensaban. Usamos, ese día, el discurso de Sartre que dice que los parisinos nunca fueron más libres que durante la ocupación. Queríamos que entendieran que sus cuerpos estaban encerrados pero sus mentes no.
Ahora pienso que qué farsa de consuelo, Goliat se moriría de risa de nosotros. Todo el mundo sabe de la corrupción política y todo el mundo sabe que lo más que puede conseguirse es la caída de algún chivo expiatorio. La mafia de la cárcel es un pulpo al que ni siquiera podríamos cortarle el tentáculo de una organización civil.
Dos meses después David hablaba con corrección, se sentaba erguido y se interesaba por todo lo que le dejábamos para leer. Era uno de los pocos internos del taller a los que el paco no le había devastado el cerebro. A veces iba más rápido que nosotros. Por ejemplo cuando les expliqué el contexto de la segunda guerra mundial y llegué a la parte en que Estados Unidos entra en la guerra, de repente escuchamos la interrupción de David, el mismo que había dicho, lo único que sé hacé es choreá, dijo ahora: pero claro, es que las guerras son un gran negocio. Sí, pensé yo, orgullosísima de él; y la política, como decía Michel Foucault, es la guerra continuada por otros medios.
David empezó a tramitar su analítico del secundario, que había hecho en el CENS de ese mismo penal, porque quería hacer una carrera universitaria. Ahora tenía 32 años y había pasado toda su vida adulta salvo por dos meses, en encierro. Durante aquellos meses, peleaba su condena contra otro de los tentáculos de Goliat, el juez. La condena finalmente llegó y más larga de lo que él esperaba (otra arista del negocio del servicio penitenciario: la mayoría de los presos están presos sin condena). A la vez, peleaba también por su analítico porque el CENS del servicio penitenciario lo había perdido y sin el analítico, no podía empezar la carrera universitaria (siempre es abogacía). Yo me puse ese analítico como una cruzada personal. Rompí códigos: llamé a la “ministra” de educación en encierro, que me pasó el teléfono del director de ese CENS, que estaba de licencia (por cada CENS hay un/a director/a titular con licencia y un suplente que trabaja). El director en actividad me llamó y amenazó, furibundo, por haber procedido como no corresponde. Llamó también a la presidente de la ONG que estalló, harta de nosotros, y ahí fue que nos echaron de la organización civil.
El anteúltimo taller hubo motín. Por casualidad, ese día éramos sólo dos docentes. Él y yo quedamos afuera de la unidad alzada, por sólo dos segundos. Así que el cierre estuvo pendiendo de un hilo, por pánico mío a quedar de rehén, como la jueza del penal de Sierra Chica. De nuevo éramos sólo dos, el semiólogo y yo. Me vestí con ropa de hombre y gorra. David y Esteban nos buscaron por la 4ta reja y nos escoltaron hasta la casita VIP de la ONG. Pusimos una mesa de Navidad y entregamos regalitos para todos; libros de esos que va sacando Página 12 que habíamos comprado en la feria de Palermo. Comimos pan dulce mientras cada uno contaba cómo había escrito su biografía futura, como habíamos llamado al trabajo que les habíamos dejado de deber. Yo estaba conmovida y me distraía; nunca más iba a entrar al penal ni a ver a ninguna de esas personas. Al empezar a despedirme sentí una piedra en la garganta, la tragué apurada y bajé la escalerita escondiendo la cara. David me siguió y al alcanzarme tironeó de mi hombro y hundió mi cabeza en el suyo, todo tatuado. Me abrazó. Fue un abrazo tremendo; largo, desesperado, mudo.
No tengo manera de saber si David pudo infligirle algún rasguño a Goliat. Si no lo demolió el pulpo que lo necesita vegetando en el penal; comprando la droga que se decomisa en los operativos antidroga, consumiendo las pastillas de clonazepam que el médico receta contra gravoso rembolso, desechando la comida y yerba tumbera.

http://issuu.com/proyectobamboo/docs/10-bamboo

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