viernes, 12 de julio de 2013

CABEZA DE TIGRE. Cuento histórico sobre Liniers y la Perichona, rescatado del cajón de los púberes comienzos!!!!!



No van a esperar que amanezca. Lo están decidiendo. Nos matarán en breve, todos al mismo tiempo. Al llegar a Buenos Aires dirán que fue un fusilamiento. Está bien, el destino lo deciden los triunfadores. Ellos triunfaron. Los que fracasan y los que pasan desapercibidos deben atenerse a lo que ellos disponen.
Hace frío. Mucho. Pero no tiemblo, soy fuerte, siempre lo fui. ¿Y vos dónde estás? Los mismos que en instantes acabarán conmigo, tarde o temprano lo harán con vos. Tu muerte será distinta; lenta y perversa. Un gradual envenenamiento. Esa camarilla porteña conocida como “gente decente” condenará nuestra unión ilícita, solamente un rumor mientras fui héroe. Conmigo muerto y difamado, el rumor se convertirá en tu estigma. Es un consuelo saber que me pierdo tu decadencia y agonía.
Mis compañeros contrarrevolucionarios son patéticos, dan asco. Uno gime, y lo vi tiritar. Huele mal. Otro me mira con ojos llenos de terror, expectante, como si yo pudiera hacer algún milagro. No son capaces de aceptar la derrota con dignidad. La muerte es una certeza, ¿por qué  temer lo irremediable? Lo único que permanecerá es nuestro recuerdo. Lo que fuimos o tuvimos ya no nos sirve, mis botas están en los pies de uno con aires de caudillo. Hasta nuestros caballos tienen otros dueños. Todavía tengo la chaqueta pero la están jugando a las cartas y el reloj de oro que me regalaste le indicará la hora al mismo que en algunos minutos dará la orden de “fuego”.
 Debo aceptar que mi cargo fue una improvisación debida a las circunstancias. Cuando las circunstancias cambiaron, se improvisó de nuevo, y se lo dieron a un metropolitano inocuo. Luego cambiaron otra vez y lo dejaron caduco argumentando que la soberanía estaba acéfala, retornaba al pueblo, y formaron una junta. Qué disparate. Ahora quieren obligarnos a observar el gobierno nuevo. Los que no lo hacemos somos contrarrevolucionarios, enemigos. Con los estados provinciales hacen lo mismo, les dicen que deben reconocer lo que ellos decidieron porque actuaron como “hermana mayor”. Absurdo, ni ellos mismos lo creen. Y pensar que yo era el primero hace tan poco; reverenciado, lleno de honores, qué poco duró. Había conseguido lo que cualquiera apetecía pero nadie era capaz de alcanzar. Y mirame ahora.

¿Pienso,  sueño? Me enfrento con lo que soy. Solo yo sé quien realmente fui. Qué pensé cuando hice las cosas que hice, qué ambicionaba cuando dije las cosas que dije, qué había en mi pasado cuando ambicioné lo que ambicioné. La gente que me juzgó, solo sabe lo que dije, lo que hice y no lo que pensé. Pero opinan y juzgan adecuando su criterio a su conveniencia. Hace cuatro años creyeron que era un héroe porque conduje la expulsión de los invasores, y me quisieron líder. Yo lo aproveché y comencé mi veloz carrera. Me gustaba y me sentía valioso. En menos de dos años las circunstancias habían cambiado y me hicieron cómplice de los nuevos enemigos porque estuve relacionado con un funcionario de Napoleón; me convirtieron en adversario. Cualquier paso va ser una excusa para sacarme del medio: me rodeaba de “una camarilla de allegados y parientes”, actuaba despóticamente culpa de mi apellido francés. El día en que un tumulto se agolpó frente al Cabildo y gritaron que me removiesen del cargo y formaran una junta, se habían formado otra imagen de mí. Y pensar que algunos todavía me apoyaban. Les servía para sus propios planes en esa absurda y turbia pugna por el poder. Qué irónico, esos mismos que entonces me apoyaban son los que hoy nos matan.

Bendigo que no me veas en este estado. Mugre de los pies al cuello, bosta y tierra en mis pantalones, sangre seca. Uñas y dedos llenos de barro. Vos me tenías limpio, fragante, entre sábanas de seda y encaje y almohadas de plumas. Nunca con mi ropa de virrey, siempre en oscuridad y a escondidas. Encuentros furtivos entre desnudeces y licores exquisitos, visitas clandestinas que incitaron el veloz recorrido del rumor, que tanto deleite provocó a los ignotos. Voces que provocabas como si fuera un vicio. Mala costumbre. Yo sé que pretendías disfrutarlo pero lo sobrellevabas con resignación, como la consecuencia inevitable de un hecho que no pensabas impedir. El nuestro fue un percance fatal. Poseerte fue el mejor galardón de mi cargo.
Te tenía como nadie, genuina, sin las formalidades de la vida en sociedad. Gimiendo y suplicando. Vulnerable. Tengo la imagen de tu cara sobre mi codo, tu pelo revuelto y enmarañado. Tu mueca de ardor ignorada por todos pero que imaginaban con descaro. Los recovecos de tu cuerpo, los sonidos de tu delirio. Saber cosas que otros desconocían aumentaba mi sensación de exclusividad. Los otros fingían escandalizarse y hacían correr las voces. Voces que corrían con lascivia. Imbéciles, envidiosos del alcance ajeno. Pero ellos triunfaron y nos ejecutan sin titubear y sin piedad.
¿Ya te vas? Me preguntabas la última siesta en Buenos Aires; acostada en tu cama,   refregándote los ojos y mi respuesta fue: No tienes vergüenza.
Eso ya lo sé, dime algo que no sepa. Por ejemplo: ¿te estás yendo o puedo disfrutarte un poco más?, dijiste.
Antes de conocerte, el sexo había sido para mí como el alimento, algo que aplacaba una necesidad primaria y luego producía hastío. Hasta que con vos supe lo que es la gula. Gula y empalago. Me sentía vulnerable frente a vos, y utilizaba el arma de la agresión para no perder mi estampa de hombre poderoso. El vínculo que nos unía me enfrentaba a quien realmente era: un hijo de la circunstancia y de la ambición. Vos, en cambio, poderosamente inteligente, podías ver más allá que el más calificado de los hombres, y eso realmente me inhibía. Era grandioso solamente puertas afuera.
Algo que sabes pero que no parece importarte es que eres el comentario de toda la ciudad, te dije en tono áspero, provocándote. Simplemente sonreíste, querías que pensara que eso era lo que más te gustaba de nuestros encuentros. Yo sabía que era una postura. En verdad aborrecías los cuchicheos y muchas veces dijiste que te ibas a exiliar, aunque la incertidumbre de que las voces de la gente no pudieran seguirte impedía tu ánimo. Para ellos era difícil no juzgarte, sobresalías entre la multitud de insípidos y por ello recibías sentencias. Saber que las cosas eran así y no podían ser de otra manera, te producía el vértigo de incitar a esas voces, como si tuvieras que andar entre víboras y no pudieras evitar pisarlas.
¿Quieres que salga por la puerta de atrás, otra vez? Te pregunté esa última siesta mientras me vestía, como todas las otras veces. No contestaste, preferiste la actitud de “qué me importa por dónde sales”, y yo me escabullí sin insistir. Una vez afuera pretendí volver a mi realidad rigurosa de contienda por el poder y dejé atrás tu dormitorio como si no fuese real.

¿Pienso, sueño? Me enfrento conmigo mismo y con mi existencia. Para alguien que cree que el destino es una construcción propia, de aptitud personal, este momento es la culminación de su derrota. De aliarse con el bando que pierde. De creerse más de lo que es. Es el remate de una larga lista de malas decisiones. Lo acepto. ¿Cuánto tiempo llevo pensando, soñando? La fatiga y la sorpresa ya pasaron. Admitir que perdí es lo presente, aunque todo es confuso, sobre todo la conjunción de circunstancias y sucesos que este año y más que nada este atardecer, transformaron, una vez más, y por última vez, mi vida. 
A pesar de que el poder fue siempre mi hilo conductor, desde que te conocí dejé de ser un militar insulso y pasé a primer plano. Vos me marcaste el rumbo aportando consejos claves y ajustados a cada situación, hasta que no quise escucharte. Hasta que creí que podía adecuar las circunstancias y a los demás, a mis objetivos. Llevé mi capacidad al límite, debo admitirlo. Si no lo hago ahora no podré resignarme y mi conducta será infame como la de los otros vencidos que corren mi misma suerte. Maldito sea el momento en que creí que todos se rendirían ante mis designios, que solo alcanzaba con haber llegado allá arriba y los demás se someterían.

Hay una bruma espesa, húmeda, que me atraviesa los huesos. Escucho voces que nos mandan ponernos de pie. Lo hago. Los ruidos parecen lejanos, como si yo estuviese en otra parte y recordara este momento. Me duele una pierna, siento el talón derecho congelado. Ahora sí tengo miedo, pero no quiero dejar que se note. Un compañero contrarrevolucionario, cabecilla él, suplica piedad. Me repugna, lo miro con desprecio. Cabeza de Tigre será nuestro final, el miedo es inútil ahora. Trato de estar en calma. Sacudo el polvo de mi chaqueta, de mis pantalones y de mi cabeza. Miro al cielo, todavía oscuro. Me digo que estás aquí conmigo, y te veo. Ya no tengo miedo, creo que estoy contento. En cierta forma mi vida ha sido una vida colmada. No hay reproches, todas las vidas un día llegan a su fin. Acepto el mío. 
Miro hacia adelante y te veo caminar hacia mí en una imagen vívida, clara, una combinación de recuerdo y anhelo. Oigo al que está a mi lado pedir que le venden los ojos y le gritan que no. Lo insultan. Sonrío. Una brisa suave, impávida a nuestro destino, refresca mis manos transpiradas. Pienso o sueño que me escuchás, una vez más, y no me das consejos. Tomás mi mano derecha, la apretás y me decís, Liniers, la muerte no hace distinciones. Sacudís el polvo de mis hombros para que me sienta digno frente a la muerte que me espera. Te parás a mi lado, compartís una sonrisa y enfrentás los fusiles que me apuntan. Me codeás para decirme con un gesto que ensanche el pecho. Escucho el estruendo de los fusiles y caigo para un costado. Todavía siento que acariciás mi mano abierta, y que mirás a mis adversarios con arrogancia. 
  

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