domingo, 23 de marzo de 2014

Compañero

 Treinta años años de camino juntos, compañero.
Desde un día 29, hace treinta años.
Y otro 29 casi nos arranca.
Ese día no nos dábamos cuenta.
Decías que un gorila te apretaba el cuello.
Pero no tanto. Quizás eran los ganglios.
El de la guardia te dijo andá a tu casa,
no es nada.
Más tarde dijiste poné pausa en la peli,
vuelvo enseguida.
Voy con vos, compañero.
Pero no hace falta, si es acá nomás y vuelvo enseguidita.
La peli se llamaba El amor dura Tres años, francesa. La seguimos cuatro días después y el
largor fue espeso, borroso, incierto.
La vida da timbrazos para recordarte que sos frágil, efímero, polvo que al polvo volverá.
Tengo malas noticias, dijo el chaboncito de la segunda guardia, al que el delantal blanco le otorgaba autoridad. Enzimas. Altas. Queda usted internado. Pero allí no había camas. No entendimos. Brutos, nosotros. Quisimos fugarnos a nuestra cama. En suspenso, encimados en una camilla detrás de una cortinita, mi compañero ya cableado,
desde aquellas ¿9 de la noche? hasta las 2 de la mañana.
En la ambulancia seguíamos ignorantes. Nos creíamos precavidos. Hasta que llegamos a un edificio de tres pisos de unidad coronaria y nos separaron.

Me tocó una sala de espera vacía, de sillas de plástico y un televisor "mudo"pasaba
un programa del tipo gran hermano; una mujer yanqui le enseñaba a una madre que se había postulado para aprender, cómo debía ser madre de una adolescente sediciosa.
A cada rato me asomaba a la puerta detrás de la que te habían llevado y procuraba espiar por las
rendijas que formaban las rayas de vidrio esmerilado.
Ajetreo de delantales blancos.

Dos veces conté esta parte, después,
y las dos veces
 me preguntaron:
¿por qué no llamaste a alguien?

¿A quién se llama por la madrugada para
no sabér qué decir?

Igual,
no iba a tener voz.
De repente, había otra compañera.
No quise que me hable, pero lo hizo.
Dijo que me conocía de alguna parte.
Yo no. No quería hacerlo. Su compañero
tenía arritmia y era hipocondríaco. ¿El mío?
No supe qué decir. Usé la palabra desconocida, bruta yo: Enzimas, y el maldito número. La otra compañera era médica, lamentablemente. Dermatóloga. Comprendió. Su cara habló por ella. Entonces me alejé.
 El médico de guardia de este centro
especializado en corazones sufrientes
era oriundo de Rusia, acaso de Eslovenia.
Dijo, vayá usté ahorá él quedá acá
tercér pisó.
Compañero. Compañero en bata y cableado,
atado a monitores palpitantes y mirada de que
ahora sí comprendías por qué,
por qué aquel gorila
te apretaba el cuello.
¿Adónde ir?
Al bebedero de la sala de espera,
a ahogar la confusión, asombro, incertidumbre.
Lloraba por la garganta, adentro del vasito de papel.
Eslovenia apareció de repente, como un espectro cruel
 entibió su voz, y, sin mirarme, dijo:
él va a stár bien. Ésperé médico tercér pisó.

Una hora más y la madrugada aún era oscura.
La madre del monitor aún aprendía a ser madre
de la experta en madritud. Acaso afuera el mundo
continuaba, impasible. Yo no lo sabía.
Aquella tonta madre era
más cercana que el mundo.
A las cuatro de la mañana: al tercer piso. Mi compañero era uno más entre otros solitarios corazones sufrientes atados a monitores, cada uno separado del otro por cortinas, todos sentados, las luces grises y celestes encendidas. Acá el médico era más amable con la que llegaba de afuera, desesperada, suplicante. Quiso que durmiese hasta la mañana, cuando llegara la hora del parte.
¿Pero cómo? ¿Cómo apagar la cabeza en otro lugar, 
y la incertidumbre?



 Y de ahora, en más.

¿Hará mi compañero el esfuerzo
de permanecer conmigo?

Sólo él sabe
que no es sintonía,
ni temas en común,
ni compartir.
Acaso sea, aún,
algo de los cuerpos.





Y eso sea el amor.

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